Mi primer encuentro con los Hongos Mágicos
Experiencia directa con esta Medicina Trascendental
Cuando era estudiante de Filosofía en la Universidad de Salamanca, en España, una compañera me preguntó si me gustaban las setas. Yo le respondí que claro que sí. Especialmente salteadas con mucho ajo y almendras troceadas. Ella se rió y me mostró a lo que ella se refería. Era una bolsita pequeña con unos 8 honguitos secos. No recuerdo el nombre de esta compañera pero recuerdo que tenía unos ojos verde esmeralda y una mirada intensa. Ese día no sentí el impulso de proceder a comprarlos pero sí se quebró la distancia que me separaba con la posibilidad de tomarlos.
Algunas semanas pasaron y otra amiga, no de Filosofía, sino de Medicina, me sugirió la idea de irnos a la peña de Francia, a un pueblito como a 1 hora de la ciudad y llevar con nosotros honguitos mágicos. Le dije qué sí en el acto. El pueblito se llama Hervás y es un pueblo judío muy muy antiguo, con casas de arquitectura antigua, entradas pequeñas, callejas angostas, con pocos turistas y muchos ancianos.
No recuerdo con exactitud nuestra llegada, sólo algunas imágenes/ sensaciones de salir del autobús, de caminar hasta un camping, de montar una tienda de campaña, todo eso como que entre flashes y deducciones se reconstruye el recuerdo. Lo que sí recuerdo con total claridad fue la tranquilidad con la que al momento de irnos a nuestra caminata fúngica, habitaba en mí una total calma. Una certeza enorme de que todo estaba en el preciso lugar, tiempo y forma. Fuimos comiendo los hongos de a poco a medida que caminábamos por la peña de Francia. En el momento que entró la medicina en su primera ola fue cuando encontramos una flor recién caída de un árbol; era tan hermosa, tan radiante, en ese momento parecía lo más bello que hubiera visto. Después de contemplarla por un tiempo, cuando me levanté, miré a mi alrededor y esa misma belleza habitaba en todo. Cada hoja de cada árbol, cada textura, la sensación del viento, los sonidos del bosque y algún riachuelo que pasaba por ahí, el canto de los pájaros, la luz del sol pasando entre el follaje. Todo mi alrededor era una experiencia trascendental total, desbordante de vida y belleza.
Adentro mío el sosiego ya había pasado a un nivel de motivación/ amor de estar vivo. Simplemente respirar era un gozo tremendo. Cuando conecté con esa fuerza interna algo muy instintivo se encendió y sentí que tenía la fuerza de una venado para subir el cerro sin dificultad. Y en un momento que mi amiga tuvo que hacer del baño y me pidió me alejara un poco, la fuerza me llevo fuera del camino, de piedra en piedra, de árbol a árbol casi hasta la cima del cerro. Me detuve a observar la lejanía. El cielo. Los otros cerros. Cada cosa que mis ojos tocaran era profundamente conmovedora. Luego miré cuán abajo estaba mi amiga. La esperé un rato recostado contra un árbol hasta que me alcanzó. allí nos quedamos en silencio. Fuimos parte del cerro como una hoja caída más o una piedra, o la humedad del aire, o una lombriz o un liquen en una corteza. Fuimos uno integralmente con nosotros mismos y la Tierra. La sensación era algo como paz, pero llevado a un nivel de cohesión interna en la que la quietud en la que estábamos completaba y expandía aún más esa sensación de paz.
Después de un largo rato emprendimos el descenso y continuamos por algún sendero alterno. La ola había bajado ya. Pasó una familia llevando dos caballos y nos saludaron. Más adelante justo antes de una curva, mi amiga se cruzó con un sapo. Se quedó mirándolo un momento y unos pasos más adelante me dijo: Oye, si atrapamos al sapo y lo chupamos? A ver si nos pone? Yo la miré, algo decepcionado ya que creía que la intensidad del encuentro con los hongos había sido igual para ella y que no había ninguna necesidad de chupar sapos. Le dije: Yo estoy bien. Me miró como escanéandome un instante y se dió la vuelta a perseguir al sapo.